lunes, 26 de julio de 2010

El chollo de Las Encomiendas


En la España de la Reconquista, la mayoría de los vecinos, comían una sola vez al día, -y con mucha suerte- ya que alguno se acostaba con el último agujero del cinturón casi pegado a la hebilla. El privilegio de alimentarse con tres comidas y algún tentempié entre horas, estaba al alcance de unos pocos: autoridades, clérigos, terratenientes y poco más…echar a los moros costó sangre, sudor y hambre.
En un cuartucho pegado a la esquina de la Intendencia, estaba instalado un zapatero remendón quien no hacía más que darle vueltas y más vueltas a un deteriorado borceguí.
-Mire, vuestra merced –dijo el mugriento zapatero señalando con las manos negras del tinte –. Esta suela y este contrafuerte, tienen más agujeros que un picado de viruela.
-¡Vive Dios!, zapatero remendón –gruñó el Ayudante del Corregidor –O me apañas el borceguí o te atravieso con mi acero. Ocurrencias, las justas.
El remendón se estremeció. Conocía las malas pulgas del Ayudante, sobre todo cuando venia cargado de tinto de la taberna del indiano. La taberna era un desfilar de noticias, chismes y embustes que procedían de las Nuevas Indias. La evidencia estaba en el tabernero, llamado ‘el indiano’ por haber estado por aquellos lares. Decía que de los árboles brotaban manzanas de oro, que las mujeres iban desnudas, y que preñó a más de cincuenta de ellas…
-¿Es verdad que os vais a las Indias? –preguntó para disipar su enojo el zapatero.
-¡Esta noche salgo de Palos! –dijo, acariciando el mango de su espada-. Iré y vendré con las alforjas bien cargadas.
-Vuestra merced debe recordar que muchos no volvieron –informó el zapatero. Estaba harto de oír historias escalofriantes. Cada hidalgo le contaba relatos dispares mientras les lustraba las botas.
-Son habladurías –objetó-. Yo voy a tiro fijo. Voy de ‘encomendero’.
-¿Y eso qué es…?-se interesó el remendón.
-No me digáis que vos no lo sabéis, siendo el más alcahuete de toda la villa –se burló el espadachín.
-Pues no lo sé, vuestra merced –dijo el zapatero con ojos curiosos.
-Muy sencillo. Se llaman ‘Las Encomiendas’. En las Nuevas Indias, por ser español te asignan tierras y un puñado de indios –y añadió-. Así, por la cara y sin exponer ni un maravedí llegas a adquirir la categoría de ‘encomendero”.
-¡Pardiez! –exclamó el remendón-. ¿Vuestra merced, cree que yo también puedo alistarme sabiendo que estoy más tieso que la mojama?
El Ayudante del Corregidor lo miró de arriba abajo.
-Pues claro que podéis; aquí vos no tenéis donde caeros muerto, ni quien os diga un responso –contestó el del acero.
“Pobre imbécil”, pensó. Precisamente individuos como él eran los primeros que embarcaban, aquellos que tan sólo tenían una mano delante y otra detrás. Y pensó en Pizarro, Almagro… pobres y analfabetos, sin embargo, Pizarro obtuvo el título de Marqués.
-Vuestra merced, ¿estáis seguro que no debo llevar nada? –quiso asegurarse el sorprendido remendón.
-Con lo puesto vais de sobra –dijo el espadachín, pero luego rectificó-. Llevaros vuestro cajón de zapatero y lustrabotas. Puede ser que os sirva de algo.
El zapatero remendón, una vez que terminó de prestar sus servicios al Ayudante del Corregidor, ni corto ni perezoso, se dirigió al Puerto tan rápido como le daban sus flacas piernas. Se encontró con una fila de enjutos y demacrados hombres y pensó que estaban haciendo turno para recibir alguna limosna de algún acaudalado indiano, o de algún cardenal de la Santa Iglesia. Para salir de dudas, preguntó al último de la fila, un esquelético y desdentado hombre:
-¿Aquí reparten alguna dádiva?
El enjuto hombre rió.
-Ja,ja,ja…aquí reparten oro e indias, pero para ello hay que embarcarse y atravesar tenebrosos mares –dijo el de la fila con acento andaluz.
-¿Habéis dicho tenebrosos mares?
-Eso mismo, casi tres meses de navegación –añadió el demacrado aspirante.
El zapatero se lo pensó un momento, pero al ver que la fila estaba atestada, y cada vez llegaban más, no dudó en continuar hasta llegar al apuntador.
-Y vos, ¿cómo os llamáis? –preguntó uno de oficiales del navío, rascándose una poblada barba.
-Diego Rodríguez, de Ayamonte- respondió el zapatero remendón y lustrabotas a ratos, cuando el hambre apretaba.
-¿Qué lleváis ahí? – preguntó señalando la manchada caja.
-Un yunque de hierro de zapatero y tintes para lustrar –informó el remendón.
El oficial miró al apuntador, y éste lo registró en otra lista de las que tenía encima de la desvencijada mesa.
-¡A bordo!- gritó un marinero.
Y casi en volandas lo subieron al navío. Desde la barandilla observó que la cola se hacía más larga, y divisó al espadachín. Aún no había embarcado. Se preocupó porque había oído decir que iban hacer un corte, y el resto embarcaría en otro navío. El zapatero quería al espadachín de compañero, había oído decir que algunos llegaban fiambre a las Indias.
Afortunadamente el corte lo hicieron justo después del espadachín. El zapatero fue a su encuentro. Sabía que con él nadie se atrevería a quitarle nada, aunque ¿Quién querría un yunque de hierro de zapatero y una cajonzuelo manchado?
A las tres semanas de navegación, el zapatero, el espadachín y el desdentado de la fila se hicieron muy amigos; pero el que de verdad vivía como un príncipe, era el zapatero. Se había granjeado la amistad del Capitán y de los oficiales, además, en el navío iba un Obispo, y algunas Autoridades del Virreinato. El zapatero no daba abasto arreglando todo tipo de calzados de los oficiales y de la gente importante ubicada en camarotes de lujo. Incluso viajaban algunas mujeres de alta alcurnia, a quienes les lustraba diariamente sus finos zapatos.
El remendón no dormía en la calurosa y húmeda bodega del barco, cuyos efluvios corporales podrían espantar a un enjambre de avispas. Se acomodó en uno de los pasillos alfombrados que daban a los camarotes de las damas, y cuando éstas cerraban sus puertas, él se tumbaba cómodamente hasta el amanecer. El Capitán hacía la vista gorda, sus botas eran las que más relucían…a cambio de algo de comida extra para el remendón. Pero, en realidad, la comida extra, era repartida entre el espadachín y el desdentado, quienes le estaban profundamente agradecidos.
Tras dos meses y diez días de navegación llegaron a La Española; nada más desembarcar los buscadores de una nueva vida, fueron dirigidos a una Iglesia, donde se hacía el reparto de ‘Las Encomiendas’. A dicho reparto no acudió el zapatero remendón. El Obispo le ordenó que no se moviera de su vera. Nunca más volvió a ver a sus dos compañeros de viaje hasta después de dos años en tierras indianas. El motivo fue una reunión con carácter urgente de todos los colonos, citados por el Gobernador y el Obispo, debido a una inminente guerra civil entre españoles.
¡Quién te ha visto y quién te ve! Fue lo que pensaron los tres al verse. Dos años no era mucho tiempo para cambiar tanto, pero en el caso del zapatero, el espadachín y el desdentado sí que lo era.
Los tres iban impecablemente vestidos; los tres habían engordado, -obviamente era más notorio en el enjuto y desdentado-, y el trío, tras darse un efusivo y largo abrazo que despertó la admiración de los presentes, quedaron en tomarse unos vinos en la Taberna del Vizcaíno, la de mejor prestigio de La Española.
La reunión duró muy poco. El Obispo y representantes de la Corona pensaron que iba a ser explosiva. Las tres facciones eran irreconciliables, por el temor de que se iniciase una cruenta guerra entre colonos. Pero no ocurrió nada de nada. El Obispo decía que había ocurrido un milagro, las Autoridades, un sortilegio. ¿Qué había pasado? Resulta que los tres amigos figuraban en grupos rivales, y cada uno de ellos eran los más acaudalados y fuertes de cada bando. Los delegados, al ver que los más fuertes de cada facción se fundían en un prolongado y tierno abrazo, dieron por hecho que las diferencias habían terminado.
Y se dio por terminado el cabildo, firmando un acta de consenso. Apenas hubo discrepancias. El motivo de tanta rapidez era que los tres amigos querían irse a la taberna a comentar sus penas y alegrías.

Los tres acreditaron, entre tragos y chorizos a la brasa, risas y jolgorio, que ‘Las Encomiendas’ eran un chollo.
-Yo ya no sé cuántos hijos tengo –decía el zapatero muerto de risa.
-Y yo –respondía el desdentado.
-¡Vive Dios!, y yo –remataba el espadachín.
El zapatero, con ayuda del Obispo montó una curtiembre para la fabricación de zapatos, sillas de cuero, abrigos, etc.…para el abastecimiento local y para el envío a la península. Se rumoreaba en la isla que iba a medias con el Señor Obispo. Él lo confirmó a sus amigos. Las Encomiendas le asignaron más de 500 nativos, siendo la mayoría mujeres llegando a despertar el desenfreno y libertinaje del zapatero -y del Obispo-.
El desdentado enseñó a los indios a hacer conservas y salazones. Su negocio era el que suministraba a las naves y exploradores la comida para sus largas expediciones. Decía tener más de cincuenta hijos.
El espadachín montó una oficina de vigilancia para proteger a los colonos. Si algún indio huía, él se encargaba de traerlo y castigarlo. Llevaba nuevas cicatrices en su cuerpo, pero no por cruzarse el acero con algún indio, sino por ser un amante desaforado. Varias veces fue descubierto y apaleado por el marido cornudo. También presumía de haber preñado a más de dos docenas de indias cuando le habían concedido Las Encomiendas.
En las Nuevas Indias, los españoles no cumplieron al pie de la letra las órdenes de la Corona con respecto a lo estipulado en Las Encomiendas: los indígenas encomendados no cobraron un salario adecuado, no los alimentaron debidamente, no fueron adoctrinados convenientemente en la fe católica y abusaron de ellos hasta aparecer un fuerte descenso poblacional en el siglo XVI.

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