domingo, 1 de agosto de 2010

La marca del hierro candente



-¡Pardiez, Don Iñigo! ¡No lo hagáis en mi presencia! –exclamó el hidalgo Don Diego de Murcia, mirando a un lado.
-¡Son órdenes, Vuestra merced! –respondió malhumorado el corpulento soldado español, levantando el mango de hierro candente por el extremo.
-Por lo menos hacedlo en la paletilla y no en la frente –sugirió Don Diego, mirando de reojo.
El orondo soldado se volvió hacia Don Diego molesto por haber sido interrumpido nuevamente la acción de marcar. Y con una media sonrisa irónica le dijo:
-No sé a qué coño habéis venido a las Indias. Esta tierra es para hombres bragados –dijo Don Iñigo.
Don Diego de Murcia se abochornó por la respuesta comprometida acerca de su masculinidad. Y para justificar su descontento inventó una excusa.
-¿No veis que si lo marcáis en la frente no podremos venderlo? –y añadió-. Debemos hacerlo como los hermanos Yáñez: marcan poco y superficial y donde apenas se note.
Don Iñigo, inmediatamente respondió:
-Eso yo también lo hago, pero con las indias.
-¿Y porqué con las mujeres?
Don Iñigo, sonrió, enseñando sus amarillentos dientes.
-Porque al destacamento no le gusta las mujeres marcadas.
Tenía razón. Eran muchos los españoles que buscaban indias para amancebarse y las querían sin marcas, incólumes.
Pero lo que más indignaba a Don Diego de Murcia era la famosa carta de Valdivia al Rey, en la que le manifestaba que se proponía adelantar la conquista de Chile “para dar de comer a estos soldados y descargar la conciencia de S.M.”. Repartir indios entre los conquistadores y marcarlos con hierros candentes, era para que sus amos pudieran reconocerlos en toda ocasión, llamándose esta acción por largo tiempo: “descargar la conciencia de S.M.”
Don Diego, absorto con la frase de “descargar la conciencia de S.M.”, fue interrumpido por Don Iñigo, quien ya había terminado de achicharrarle la paletilla al indio con la letra “F”, de Fernando el Católico. Ordenó que la herida sea lavada con vinagre y luego echaran aceite y pimienta para evitar que le sobreviniera una infección.
El desasosiego que tenía Don Diego de Murcia, era que llegara a oídos de Alonso de Ercilla todas estas atrocidades. Ercilla estaba hospedado en el Palacio del Virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, a la espera de enrolarse en la expedición rumbo a Chile para dar castigo a los araucanos. Pero en realidad lo que buscaba el hidalgo Ercilla, era ser testigo ocular para escribir los desmanes que hacían los españoles con los indios. Su verdadera vocación era la de narrador, quería ser Cronista. Él sabía de antemano lo que iban a hacer con el cacique Caupolicán. Y no se equivocó. En plena campaña empezó a escribir su poema épico ‘La Araucana’, con el fin de hacérselo conocer a Felipe II.
Don Diego de Murcia, conocía muy bien a Alonso de Ercilla, puesto que ambos fueron pajes al servicio del príncipe Felipe en su viaje por otros estados del Imperio. Desde Valladolid recorrieron Barcelona, Génova, Milán, Trento, Bruselas…y estaba convencido de que su verdadera afición era la de cronista: se había propuesto ser el testigo presencial de las apasionadas confrontaciones y además paladín de la “guerra justa”. Don Diego no quería entrar a la Historia de la mano de Don Alonso de Ercilla, lo conocía demasiado. Y no quería que lo pusiera como hoja de perejil.
El soldado Iñigo, nuevamente se dirigió a Don Diego. Quería aclarar su situación, eran socios. Estaba percibiendo cierta debilidad de carácter en un lugar inhóspito. Iñigo ponía la rudeza y Don Diego el dinero. El primero, era analfabeto, y el segundo, nacido y criado en buena cuna.
-Vuestra merced –dijo Iñigo, cariacontecido-. Yo he venido a Las Indias a llenar las alforjas, usted sabe que no se leer ni escribir…
-¿A qué viene eso? –preguntó sorprendido Don Diego.
-Pues…aquí triunfa el duro. Es una tierra para duros –murmuró-. A Vuestra merced le ha impresionado marcar al indio.
Don Diego se dio cuenta que así sucedió. Nunca ha podido ver sufrir a un ser humano; y en este caso, el indio estaba siendo marcado al igual que se marca una res.
-Teneís razón, es una tierra para duros –reconoció Don Diego-. Pero yo he venido como cartógrafo de Su Majestad.
-Entonces, ¿para qué le intereso yo a Vuestra merced? –preguntó intrigado el rudo explorador.
-Para que oficiéis de guía. Tengo órdenes del Imperio para investigar algunos hechos que están preocupando al Rey –dijo tajantemente Don Diego mirándole fijamente a los ojos.
El soldado, por primera vez, se dio cuenta de que el hidalgo también era un tipo duro, pero en otra escala.
-Pero, ¿de qué viviremos? –preguntó preocupado-. Mis pocos maravedís están invertidos en víveres y algunas herramientas. Además Las Encomiendas dicen que tenemos que dar de comer a los indios…
-No hay problema –dijo Don Diego con despreocupación-. Volveréis a España rico. De eso me encargo yo.
“Ojalá sea así”, se dijo el orondo Iñigo; pero mantuvo la boca cerrada.

Cogieron las alforjas y se dirigieron a la hacienda atravesando un arroyo que les correspondía por el reparto de Las Encomiendas. A su paso, los indios se inclinaban, tal como les habían enseñado algunos frailes.
El hidalgo Don Diego se percató que no lo hacían con naturalidad, se notaba que lo aprendieron a látigo. Sus rostros transmitían ira contenida. “Estos jesuitas”, pensó. Aunque luego corrigió: “No todos, no todos…”
Cuando llegaron a la hacienda, Don Diego le pidió a Iñigo que le llevara a la hacienda de los hermanos Yáñez.
-Pero, ¿ahora mismo? –preguntó Iñigo-. No creo que estén en la hacienda. Estarán en el campo trabajando.
-Eso es lo que quiero. Sorprenderlos trabajando –respondió Don Diego con un gesto de autoridad.
Iñigo estaba intrigado. Sabía que no era frecuente que un hidalgo, de buena cuna, viniera a Las Indias como expedicionario.
-¿Es vuestra merced, un espía del Rey?
-Algo parecido –contestó riendo.
-¿Trabaja por su cuenta?
-No, trabajo para Su Majestad el Rey.
Don Diego sonrió. Comprendía que el analfabeto y rudo soldado intentaba saber quién era, era lógico. El pobre Iñigo quería saber quién era su socio.

Oyeron voces. Se detuvieron en un recodo flanqueado de árboles. Don Diego irguió la cabeza para agudizar el olfato.
-Parece que están asando carne –dijo el hidalgo, dirigiéndose al lugar de donde procedía el olor.
Iñigo se petrificó.
-Vuestra merced, mejor es que los esperemos en la hacienda –dijo con impaciencia, el veterano soldado.
-No. He venido de España precisamente para verlos en el lugar de los hechos –le dijo, señalándole el camino a seguir-. Sólo será un momento.
Iñigo empezó a sudar copiosamente, y su rostro, siempre imperturbable, empezó a transformarse.
-Dios nos pille confesados –dijo con un hilo de voz.
Nada más salir del recodo, se encontraron en un descampado con varias hogueras encendidas, avivadas constantemente por españoles y algunos indios. Don Diego se quedó boquiabierto. El olor a carne asada provenía de marcar a los indios con hierro candente en la espalda. Y había dos filas de al menos trescientos, entre hombres y mujeres.
Advirtiendo su sorpresa, Iñigo dijo:
-¿Ve vuestra merced porque no quería venir?
Don Diego no dijo nada, pero estaba impresionado; no tanto por los hermanos Yáñez, sino por los frailes quienes eran los que más gritaban y azuzaban. En una choza, un poco más retirada, estaban los hermanos Yáñez con algunos frailes, en compañía de algunas indias desnudas. Parecía que les estaban marcando los pechos, la frente… pero por las risas y las barricas de vino, bien podía ser otra cosa…
El semblante de Don Diego era un poema. No hacía más que repetir aquellas palabras; cuando terminaba de decirlas, nuevamente empezaba. Como si le hubieran dado cuerda… “Tengo en servicios lo de haber herrado con una F en la frente a los indios tomados en guerra, haciéndolos esclavos, vendiéndolos al que mas dio y separando el quinto para vos”, recitaba Don Diego de memoria, en un susurro y casi llorando, mientras recordaba la carta que Ponce de León había escrito al Rey tiempo atrás, aquella que despertó su curiosidad y lo llevó hasta esas tierras.
-Nos vamos; ya he visto más que suficiente…-dijo Don Diego decepcionado.