Pizarro, todo sudoroso desenvainó su espada. Apenas tenía fuerza para levantarla, con la mala fortuna que se le enganchó en una correa de la armadura, y casi cae de bruces al desenredarla. Su espigado y demacrado cuerpo, más parecía el de un indigente que el de un conquistador español.
Miró a los soldados, y sacando fuerzas de flaqueza intentó conseguir un vozarrón de su reseca garganta para impresionar. Pero lo único que logró fue emitir una voz aflautada, apenas audible, y trazando una línea en la húmeda arena dijo:
-Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, y por éste al Perú, a ser ricos; el que se tenga por listo y valiente que escoja – arengó, mirando altivamente al grupo de aproximadamente ochenta soldados.
La maltrecha tropa oyó con asombro la arrogancia del Capitán, se miraron entre ellos desconcertados porque nunca lo habían visto tan pedante. Pensaban que podría ser producto de una fiebre de las muchas que estaban pasando. Las picaduras de los enormes mosquitos los dejaban sufridos, con unas descomunales ronchas que no hacían más que rascarse con ganas hasta sacarse sangre.
De pronto, al fondo, se oyó una risotada, que a su vez hizo que los presentes soltaran otra aún más sonora.
Todos se volvieron hacia la procedencia de tan intempestiva carcajada. Incluso Pizarro.
-¡Qué coño pasa…! –bramó Pizarro-. ¿He dicho algo jocoso?
Todo el mundo permaneció en silencio pendiente de Pizarro, quien a grandes zancadas con sus larguiruchas piernas se dirigió hacia el autor de la algazara.
-Mi Capitán…no me pude contener ante la ocurrencia del piloto Bartolomé Ruiz –se justificó uno de los soldados, tartamudeando de miedo porque conocía las malas pulgas del Capitán, que ya lo tenía enfrente con la espada desenvainada.
El piloto del navío Bartolomé Ruiz era un experto navegante y popular en el destacamento por varios motivos: fue el que descubrió la Isla del Gallo, era un comilón empedernido, y era un bromista sagaz. Siempre estaba de buen humor a pesar de las adversidades.
-¡Entonces, pues, vuestra merced dígalo en voz alta! ¡Queremos reírnos todos! –gritó Pizarro, con los ojos que parecían dos brasas de la rabia por haberle interrumpido.
-Su merced, el piloto Don Bartolomé, dijo que si el maricón del cocinero se apunta, él va detrás –respondió con miedo.
Otra sonora carcajada irrumpió en la húmeda playa de la Isla del Gallo, provocando que algunas aves tropicales huyeran despavoridas. Conocían de sobra el apetito y la voracidad ingobernable de Bartolomé Ruiz.
Pizarro buscó con la mirada al cocinero de los expedicionarios:
-¡Cocinero! –vociferó Pizarro.
-Yo voy con vos a la fin del mundo, mi Capitán –dijo el cocinero con soniquete afeminado y acento gaditano, contoneándose a pasitos hasta traspasar la línea en la arena.
-¡Y yo…! –secundó Don Bartolomé. No tuvo más remedio que saltar la línea después de lo que dijo el autor de la carcajada.
A continuación, de manera vacilante, once más pasaron la línea que trazó Pizarro.
Pizarro no podía disimular su júbilo. Pensó que ninguno iba hacerlo; el descontento entre los soldados era muy grande, llevaban dos años pasando calamidades sin conseguir los grandes tesoros deseados, y la mayoría estaba a punto de desertar y regresar a Panamá.
Y dirigiéndose a los que franquearon la línea les dijo:
-A partir de hoy seréis conocidos como ‘Los trece de la fama’, y seréis muy ricos. El oro del Perú nos espera.
Pizarro, con la espada les indicó que se cobijaran bajo un frondoso árbol; al resto, los miró con desprecio y con una sonrisa burlona.
Dicha mirada no pasó desapercibida para un grupito situado en la parte cercana al barco. Entre ellos se encontraba Don Alonso de Sevilla, veterano soldado con experiencia en varias batallas en Flandes, de familia de alcurnia. Uno de los presentes, un fornido y joven soldado con ganas de aventuras, se acercó discretamente y le preguntó:
-¿Cómo es que no se apuntó vuestra merced?
-¡Jamás! Mi dignidad me impide estar a las órdenes de un analfabeto –dijo entre dientes Don Alonso.
-¿Me está diciendo que el Capitán no sabe leer? –preguntó sorprendido el joven soldado español.
-¡Ni leer ni escribir! –sentenció el viejo soldado, soltando un escupitajo a modo de maldición.
El sorprendido hombre de armas, quiso saber más del Capitán Pizarro. No entendía cómo un analfabeto había llegado a ser el comandante de un ejército de valerosos hombres.
-Entonces, ¿cómo es que ha llegado a ser el jefe de la expedición? –preguntó el soldado con más interés, pensando que él alguna vez también podría mandar un destacamento.
-Es un recomendado por su padre, el hidalgo Don Gonzalo Pizarro, mano derecha de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, ‘El Gran Capitán’, conocido en el mundo entero por sus estrategias militares al servicio de los reyes católicos.
-Y… ¿por qué es analfabeto? -preguntó aún más asombrado el soldado.
-Es hijo bastardo. Es fruto de una relación con la criada de una hermana solterona del hidalgo –dijo con desprecio Don Alonso.
-Pero si es de una familia adinerada, ¿Por qué vino en busca de riquezas a las Nuevas Indias?
-Porque huyó de la hacienda del padre –informó Don Alonso, y añadió-. Estaba cuidando unos cerdos para elaborar unos buenos jamones extremeños a base de bellotas y desaparecieron. Se había quedado dormido debajo de un alcornoque.
-¿Por tan sólo ese motivo está aquí?
-Esos cerdos estaban siendo engordados para el Rey Fernando, y al enterarse Don Gonzalo que habían escapado, montó en cólera y le atizó una tunda que estuvo más de un mes escalabrado, ¿ves esa cicatriz en la frente? No es resultado de ninguna batalla, es un sablazo de su padre.
-¡Vive Dios! – exclamó el joven aventurero.
Don Alonso, observando que el joven y fuerte soldado estaba interesado en su relato, continuó.
-Cuando se recuperó decidió marcharse de la hacienda y se alistó en los Tercios Españoles y se fue a luchar a Nápoles contra los franceses. Ahí lo conocí, coincidimos en una emboscada, y puedo decir que no he conocido hombre más avaricioso y sanguinario.
-¿Decís avaricioso? Pero si en Nápoles no hay oro ni tesoros que no estén a buen recaudo.
Don Alonso sonrió burlonamente ante la ingenuidad del aprendiz a soldado, y señalando a Pizarro, que se encontraba hablando con los trece voluntarios, dijo:
-Ése que estás viendo ahora mismo con tus ojos, después de muertos nuestros enemigos, les quitaba todo lo que él entendía que era de valor: los borceguíes, cascos, medallas, anillos, muñequeras…incluso llegó a degollar a uno porque no podía quitarle la cadena, que no era más que un oxidado latón.
-¡Santo cielo! –volvió a exclamar el soldado.
Don Alonso, viendo el aturdimiento del joven conquistador, abundó en su decisión de no enrolarse con Pizarro.
-¿Comprendes porque no quiero estar bajo las órdenes de un ignorante? - Y terminó añadiendo-. No quiero ni pensar qué hará con los pobres indios que encuentre. Los someterá a todo tipo de torturas con el único fin de encontrar oro a costa de martirios, engaños y mucha sangre.
-Pero somos conquistadores y exploradores –dijo el soldado intentando justificar a Pizarro-. Además, los indios también son sanguinarios y entre ellos hacen ritos macabros.
Don Alonso se sorprendió ante el alegato del soldado.
-¡Por Dios!...entonces si son caníbales, ¿nosotros tenemos que comérnoslos? –exclamó con ira-. Yo soy de la teoría de fray Bartolomé de las Casas: hay que poblar sin derramar sangre y anunciar el evangelio, sin estrépito de armas.
El soldado quedó sumido en una profunda reflexión.
-Vuestra merced, me ha abierto los ojos: yo tampoco voy.
Don Alonso, para finalizar la conversación le dijo, volviendo a señalar a Pizarro:
-¡Míralo!, ¿qué puedes esperar de un hombre de cincuenta años, inculto y analfabeto en este confín del mundo? ¡Sólo codicia y mezquindad!
(imagen: "Los trece de la fama". Imagen reproducida de: "Nobleza y élites tradicionales análogas", de Plinio Corrêa de Oliveira, t. II: "... Revolución y Contra-Revolución en las tres Américas", Apéndice hispanoamericano de la obra)
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